¿Hay señales en la vida?

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Resumen
De niña mis padres y yo solíamos pasar las vacaciones de navidad en un pequeño pueblo del sur de los Estados Unidos. Los viajes, de tres o cuatro días, dependiendo del humor y el presupuesto familiar, los hacíamos siempre por carretera. La frontera la cruzábamos mucho después de haber caído la tarde. Tan pronto los reflectores que despedían aquella luz de interrogatorio y los ladridos de los dóberman, cuyos colmillos babosos mordisqueaban a veces mis sueños, tan pronto esa pesadilla de pasaportes y estampas -el clic cuasimágico de los sellos que autorizaban nuestra entrada- quedaba atrás, el paisaje se tornaba oscuro y abismal por uno o dos kilómetros, como si desapareciera el mundo por unos instantes antes de que las primeras marquesinas, con sus pintorescos foquitos blancos y rojos bailando en el espacio como diamantes enloquecidos, aparecieran y colmaran la noche y las expectativas del extenuante viaje.